viernes, 20 de junio de 2008

La poesía moderna y la necesidad de los poetas.



Mi amigo José Palacios Machégora me prestó una revista colombiana de literatura que se llama Luna de locos, en ella he encontrado un ensayo escrito por el poeta y crítico colombiano William Ospina, en verdad fundamental para entender el lugar del poeta en la modernidad.
Se los comparto.

La edad del desierto crece
Una reflexión sobre la poesía moderna
Por William Ospina
Hay un tipo de aviso que no es posible encontrar en el mundo moderno: "se necesitan poetas". El mundo necesita economistas y astrónomos, biólogos y matemáticos, torneros y ceramistas, redactores de textos e ilustradores, arquitectos y mecánicos, pero ciertamente no parece necesitar poetas. Esto no siempre ha sido así. Hubo épocas en la historia de Occidente en las que existía la necesidad vital de la poesía y el poeta era expresamente necesario para el orden social. La expulsión de los poetas de la República por parte de Platón en la antigüedad era un hecho que atestiguaba su importancia . Si no fueran importantes, si no fueran muy importantes, el filósofo simplemente habría sido indiferente a su existencia, habría hecho lo que los avisos de hoy: no tomarlos en cuenta. Pero Platón tuvo la necesidad de considerarlos, de pensar en ellos de asumirlos como parte indiscutible de la realidad, y finalmente decidir el lugar que ocuparían en su república ideal: el enigmático pero muy visible lugar de quienes quedan expresamente fuera de la República. Se diría, por negación, los poetas terminan ocupando un lugar de privilegio en la república platónica. Estar por fuera del orden social, siendo los creadores con el lenguaje, siendo los emisarios de los mensajes divinos, de acuerdo con la idea imperante en aquellos tiempos en la que también Platón creía, es ser investidos de la condición de perturbadores, de alteradores del orden social. Es como si Platón dijera: es desde fuera de la República como ingresarán en ella las verdades perturbadoras, las verdades que, sin estar privilegiadas de obligatoriedad, tendrán en le poder de la revelación y en su propia armonía interna su poder persuasivo, su capacidad de modificar la realidad, su capacidad para influir sobre la humanidad.
Alguien dirá que la República de Platón no era más que una entelequia en su mente, y que jamás se convirtió en una realidad para el mundo, pero ello puede ser discutido. A lo mejor Platón no estaba hablando tanto de un orden ideal cuanto de un orden profundo, del modo como las cosas tienden a disponerse por los naturales equilibrios y desequilibrios de la condición humana. En ese caso diríamos que en toda sociedad ordenada al modo Occidental los poetas están excluidos de la República.
Pero la situación a la que aludíamos inicialmente no es la exclusión a la manera platónica, que, repito, es la definición de un lugar específico de influencia, sino la condición singular de la poesía en lo que llamamos el mundo moderno. Vivimos en un mundo donde la poesía no parece ser necesaria. Paul Valery dijo alguna vez con esa fina perspicacia que lo caracteriza, que la principal característica del burgués es que es alguien que disfruta del arte, aprecia el arte, admira el arte, pero esencialmente no necesita del arte y podría pasarse sin él. Esa es la condición de la poesía en el mundo moderno: no algo que estorbe, no algo que desagrade, no algo que pase inadvertido, pero sí algo que no se siente necesario para el orden existente, algo de lo que se podría prescindir. Una posición radicalmente distinta de la que vivió Grecia clásica, donde los rapsodas eran una necesidad cotidiana; de la cultura judía que engendró el Libro de los libros, y dependió siempre de él para vivir; distinta de la cultura árabe que engendró Las mil y una noches, y que necesitaba de esos relatos nocturnos para equilibrar su relación con el mundo; distinta de aquellas culturas nórdicas que necesitaban producir las sagas y los cantos de los skaldos; distinta del mundo provenzal que necesitaba de su poesía amorosa y cortesana; y, por su puesto, distinta de las culturas mágicas de África, de América y de Oceanía, que no pueden vivir sin el orden melodioso y rítmico de sus rezos y de sus mitos, sin la canción para curar la locura de los Cuna, sin las oraciones para pescar de los Sikwani, sin las enumeraciones de lugares sagrados visitados por las águilas que ordenan la relación con el espacio de los U´was de la sierra de Cocuy.
No sabemos a partir de qué momento en la cultura de Occidente la poesía empezó a dejar de ser necesaria de ese modo vital, y empezó a ser vista como un adorno y como un juego. Pero es evidente que ahí comenzó una edad inquietante para nuestra civilización. Es precisamente a esa época a la que damos el nombre de Edad Moderna, y es a la poesía escrita en ella a la que daremos el curioso nombre de Poesía Moderna. Los poetas modernos, son, pues, los que no son necesarios. O, para decirlo de un modo más riguroso, los que se han dedicado a la poesía con plena conciencia de que la sociedad no los necesita, pero arrastrados por un destino que les impide ser otra cosa, entregados al mismo tiempo al “más inocente de los oficios”, como llamó Hölderlin a la poesía, y manejando sin embargo, como también dijo Hölderlin, “el más peligroso de todos los bienes”, el lenguaje.
Los poetas modernos corresponden a esa curiosa edad; una edad en que, disgregados los grandes sueños colectivos, el creador está solo con un lenguaje que, siendo obra de todos, se vive como una experiencia individual, y crea unas obras en las que se obstina por darle un sentido histórico y mítico a una existencia anclada en lo cotidiano y en l marginal. No importa si ese poeta es un gran editor como T.S Eliot, un preceptor privado como Hölderlin, un banquero como Wallace Stevens, un libertino vagabundo como Verlaine, un periodista como Walt Whitman, un funcionario de la rama judicial como Aurelio Arturo, un enfermero como Georg Trakl, un dramaturgo como Bertold Brecht, un bibliotecario como Borges, un dandy feliz como Paul Jean Toulet, o un dandy desdichado como Baudelaire, su tarea esencial es la poesía, y como ella, el ejercicio en cuya necesidad profunda sólo él parece creer.
Es de Baudelaire de quien se dice que definió los estatutos de la modernidad. La verdad es que en su aventura vital se hizo perfectamente perceptible ese orden social en el cual el poeta es innecesario. Nadie como él vivió como un drama cósmico esa pérdida de función en la sociedad, nadie como él encarnó una rebelión contra un mundo que creía poder prescindir de valores largo tiempo respetados y apreciados. No fue, por su puesto, el primero, pero fue quien más vigorosamente el furibundo papel de desterrado. Comprendió que lo que estaba siendo excluido por el orden moderno no era precisamente el poeta sino la poesía, que ese drama comprometía cosas más profundas que un mero desdén por el lenguaje inspirado y por la música verbal, que representaba tal vez el paso del orden de lo ideal al orden de lo pragmático, el sometimiento de lo universal a la regla del cálculo.
En los tiempos que corren, se diría que el poeta es un sacerdote sin templo y sin Dios. Es por ello que en ninguna época de Occidente la poesía se pareció más a la locura, nunca les pareció a los padres más insensato que sus hijos se dedicaran a ese oficio, nunca nada fue menos lucrativo, y todo poeta en Occidente, salvo los que pretendieron hacer de su condición un instrumento del poder político o un espectáculo pintoresco, tuvo que dedicarse para sobrevivir a algún otro oficio paralelo. Pero tal vez en ninguna época de Occidente fue la poesía más significativa y más hondamente necesaria que en este época en que parece que no se le necesita. Porque la poesía es desde hace un par de siglos una trinchera de resistencia de la complejidad del espíritu y de la diversidad del mundo, contra los poderes que se han hecho dueños de la historia y que disponen a su antojo del destino de millones de seres humanos. Baudalaire, quien se complacía en llamarse a sí mismo “el poeta”, desde cuando descubrió que ese oficio era desdeñado , procuró vivir la vida entera con esa suerte de condición arquetípica. Su madre era la madre del poeta, su dios, el dios del poeta, sus vicios, los vicios del poeta, su rencor, el rencor del poeta. Desde allí definió su espíritu de resistencia. Bienintencionados consejeros le debieron recomendar continuamente que enmendara sus pasos, que volviera al orden, que se acogiera a la moral, que respetara la belleza. Pero él hizo de su arbitrariedad su doctrina, y en esa oposición extrema a todo lo respetable procuró convertir a la poesía en algo incómodo, el algo venenoso, en algo que hiciera sentir su presencia y que, a falta de su necesidad, revelara su peligrosidad. Así se prolongó la alianza de el más inocente de los oficios con el más peligroso de los bienes para traer un poco de vértigo espiritual y de violencia mental al mundo dócil de los mercaderes, al mundo manipulado de los consumidores y al mundo de los seguidores de los tecnócratas.
En la antigüedad los poetas instauraban en canon de la verdad, de la belleza, del bien. En la modernidad los poetas parecen haberse dedicado a contrariar los cánones, impuestos a la sociedad por poderes menos francos y menos inocentes. La tarea del poeta, escribió Hölderlin, consiste en hacer poético lo no poético. Estos sacerdotes modernos sin templo y sin Dios son curiosos sacerdotes no del orden sino de la rebelión contra el orden. En algunos como Emily Dickinson, esa rebelión es totalmente privada, aunque no por ello menos peligrosa. En otros, como en Walt Whitman, es una suerte de evangelio orgiástico, un vigorosa y sensual rebelión contra la cultura de la culpa y del desprecio por el cuerpo. En otros, como en Rimbaud, un delirio fosforescente que quisiera volcar los fundamentos de la realidad y crear con sus restos un mundo donde sea posible la vida plena, la vida desenfrenada y sin límites. Para todos estos poetas modernos lo esencial es la embriaguez. No la embriaguez limitada a sus efectos menores aletargantes o narcóticos, sino la embiaguez como un modo de vida. Estoy ebria de aire, dice Dickinson, bebida de rocío, y voy con pie inseguro, en estos largos días de verano, por posadas de azul fundido y puro. Después se llama a sí misma, de un modo casi místico, la beoda pequeñita que en los rayos del sol está apoyada. También está ebrio de aire el barco en que Rimbaud se transfigura, libre, humeante, cargado de neblinas violetas, y el poeta reclama, como condición para la creación, el desorden de los sentidos. Apollinaire tiene al comienzo del poema su vaso lleno de vino que tiembla como una llama, y al final el vaso estalla como una carcajada. Pero claro, ese desorden de los sentidos, esas transmutaciones, esa destilación de licores peligrosos, ese ate de exprimir el licor de las flores del mal, o eso que llamaba Shakespeare un licor hecho de lágrimas de sirenas, y ofrecérselo al mundo, no es una mera rebelión, un simple escándalo para que se sienta que los poetas viven todavía, que todavía trenzan sus palabras, que todavía quieren ser escuchados. Terminada la Revolución Francesa, que se quiso magia y religión, y que terminó instaurando sólo el reino de las factorías y de los bancos, comenzó en Occidente lo que llamaría Nietzsche la edad del desierto que crece, lo que llamaría de Quincey el vórtice de lo meramente humano. Pero alguien tenía que seguir cuidando, como Juliano, el orden de las antiguas cosas sagradas; alguien tenía que seguir la noche entera, como don Quijote, velando las armas de una edad de heroísmo y de generosidad, de intensidad en la relación con el mundo, de perplejidad y de capacidad para conmoverse, cuando ya triunfaban en el mundo los ideales de la comodidad y de rendimiento; resistir hasta que la civilización se encontrara de nuevo con sus sueños. Es esa función sagrada de embriaguez y de espera , de vigilia y de errancia lo que resumió en su poema Pan y Vino, el poeta en quien primero advertimos este estremecimiento de la modernidad, esta conciencia del nuevo papel de la poesía en el orden del mundo, Friederich Hölderlin: Luego, para qué poetas en tiempos miserables? Y sin embargo los hay, me dices, y son como los sagrados sacerdotes del Dios de las viñas, que vagan de tierra en tierra en la noche sagrada.
Luna de locos. Revista de poesía Año 7 No 12, Pereira, Colombia, Agosto de 2005.

miércoles, 11 de junio de 2008

Llanto por la muerte de un perro


Hoy me llegó una carta de mi madre

y me dice, entre otras cosas: –besos y palabras-

que alguien mató a mi perro


“ladrándole a la muerte,

como antes a la luna y al silencio,

el perro abandonó la casa de su cuerpo,

-me cuenta-,

y se fue tras de su almacon su paso extraviado y generoso

el miércoles pasado.

No supimos la causa de su sangre,

llegó chorreando angustia,

tambaleándose,

arrastrándose casi con su aullido,

como si desde su paisaje desgarrado hubiera

querido despedirse de nosotros;

tristemente tendido quedó

-blanco y quebrado-,

a los pies de la que antes fue tu cama de fierro.

Lo hemos llorado mucho...”

Y, ¿por qué no?

yo también lo he llorado;

la muerte de mi perro sin palabras

me duele más que la del perro que habla,

y engaña, y ríe, y asesina.

Mi perro siendo perro no mordía.

Mi perro no envidiaba ni mordía.

No engañaba ni mordía.

Como los que no siendo perros descuartizan,

destazan,

muerden

en las magistraturas,

en las fábricas,

en los ingenios,

en las fundiciones,

al obrero,

al empleado,

al mecanógrafo,

a la costurera,

hombre, mujer,

adolescente o vieja.


Mi perro era corriente,

humilde ciudadano del ladrido-carrera,

mi perro no tenía argolla en el pescuezo,

ni listón ni sonaja,

pero era bullanguero, enamorado y fiero.

A los siete años tuve escarlatina,

y por aquello del llanto y el capricho

de estar pidiendo dinero a cada rato,

me trajeron al perro de muy lejos

en una caja de zapatos. Era

minúsculo y sencillo como el trigo;

luego fue creciendo admirado y displicente

al par que mis tobillos y mi sexo;

supo de mi primera lágrima:

la novia que partía,

la novia de las trenzas de racimo y de la voz de lirio;

supo de mi primer poema balbuceante

cuando murió la abuela;

el perro fue en su tiempo de ladridos

mi amigo más amigo.“Ladrándole a la muerte,

como antes a la luna y al silencio,

el perro abandonó la casa de su cuerpo

-dice mi madre-

y se fue tras de su alma –los perros tienen alma:

un alma mojadita como un trino-

con su paso extraviado y generoso

el miércoles pasado...”

Ay, en esta triste tristeza en que me hundo,

la muerte de mi perro sin palabras

me duele más que la del perro

que habla,

y extorsiona,

y discrimina,

y burla;

mi perro era corriente,

pero dejaba un corazón por huella;

no tenía argolla ni sonaja,

pero sus ojos eran dos panderos;

no tenía listón en el pescuezo,

pero tenía un girasol por cola

y era la paz de sus orejas largas

dos lenguasde diamantes.



Abigael Bohórquez (1936-1995)