sábado, 29 de agosto de 2009

Reivindicación del arrabal 1/2

Genealogía superficial del arrabal

Barrio, barrio,
Que tenés el alma inquieta de un gorrión sentimental
Alfredo Le Pera/ Carlos Gardel. Melodía de Arrabal
Hoy hablo de la periferia, de los suburbios, esos lugares desplazados como si se tratara de una sub-ciudad, o peor todavía, una casi ciudad: un pueblo que se quedó a mitad del camino. Todavía en mi barrio, en los lindes de Xochimilco con Tlalpan se suele ver gente caminando debajo de las aceras (y ya lo decía bien Pancho Villa, allá por diciembre de 1914 cuando entró a la Ciudad de México para sentarse en la presidencial ―me refiero a la silla―: este rancho es un ranchote), hecho pedestre que es signo inequívoco de la compenetración entre la cultura rural y la urbana.
Domingo Faustino Sarmiento en su libro Facundo o civilización y barbarie, allá en la Argentina decimonónica, hablaba de un camino a la “civilización”, una civilización que pretendía desaparecer todo lo rural que representara desafío a su modernidad europeizante. Pero cuando hablaba de desaparecer lo rural no se refería únicamente a las costumbres sino también una desaparición física de los hombres que las encarnaban. La voz de Sarmiento no era aislada en estos años, al mismo tiempo a nivel continental, se iniciaban las campañas de exterminio físico contra comunidades indígenas.
Con el debido respeto que le tengo al género cinematográfico del western, América Latina tuvo también su conquista de su Oeste. Llámese Patagonia, Península maya, Amazonia o Valle del Yaqui nuestros respectivos John Waynes hacían “caza” de indios para hacerles el favor de llevarles la modernidad y el progreso a la puerta de sus casas. El general Mariano Escobedo ―sí, ese que hizo prisionero a Maximiliano en Querétaro― tenía en su historial militar una “destacada” participación en las campañas de despojo de sus tierras a las comunidades indígenas. Pero no sólo indígenas, todo lo que oliera a paria o vagabundo era sancionado por la ley civilizatoria, por no cooperar con el sacrosanto progreso; y así, las leyes antivagancia se hicieron comunes en las legislaciones del continente.
Y no es casual que empiece haciendo referencia a un argentino tan moderno como lo era Sarmiento; y es que me encontraba escuchando un disco de tangos viejos, que heredé no sé de quién, y que dece algo así como: Viejo...barrio...perdoná que al evocarte se me pianta un lagrimón, que al rodar en tu empedrao es un beso prolongao que te da mi corazón.
Sí, hay una nostalgia por el barrio, y a mí también se me piantó un lagrimón como dice la letra de Melodía de arrabal.
Puede usted preguntarse qué relación guardan las campañas de exterminio del siglo XIX con una, por desgracia empolvada, canción de Alfredo Le Pera en voz de Carlos Gardel, y es que la respuesta la encontramos en la genealogía de los arrabales: ¿A dónde fueron a parar esos vagabundos o indígenas libertos cuando lograban salvar el pellejo de los trabajos forzados que el ángel de la historia y el progreso les imponía? ¿Dónde encontraron refugio todas aquellas almas que tenían algo que platicar o cantar después de 12 o 16 horas de trabajo? ¿A caso no crearon en el barrio y más específicamente en los abrebaderos del dios Baco que hay de los suburbios una propia estética, una propia voz?
El arribo concéntrico por generaciones a lo largo del siglo XX a la Ciudad de México de contingentes de estos “hombres nuevos” de la Revolución Mexicana fue dando forma a la cultura de la clase popular de nuestra ciudad. La colonia Guerrero, Nonoalco, Bondojo, Tacubaya, Iztapalapa, San Ángel, (muchas de ellas preexistentes como pueblos y que fueron absorbidos por la banqueta y el alumbrado público, mas no del todo por el progreso) recibieron a esto nuevos inquilinos y dieron la pauta para configurar el carácter popular que hoy tienen los suburbios.

La virgen de arrabal

Justo a mitad de siglo los que creían estar bajo el cobijo omnipresente del Señor Presidente y la virgen de Guadalupe se asombraron ante la oleada de ritmos provenientes del Caribe. La Liga de la Decencia reaccionaba ante los movimientos de cadera que hacía Ninón Sevilla y Tongolele en las películas de la época y la censura a las letras de Agustín Lara (arrabalero de pura cepa) indicaban que algo en la moral o la idolatría del mexicano “estaba mal”, esa idolatría debía ser llevada por buen camino, como lo manda la Santa Iglesia Católica. La primeras damas, acompañadas de la beneficencia y plenipotenciarios de la jerarquía católica luchaban contra esa idolatría que significaban las canciones del mismo Lara, Daniel Santos o Chelo Silva.
Recuerdo de mi infancia (hacia principios de la década de los noventa) las canciones de Daniel Santos. Su torrente de voz, salpicada de pausas entre sílaba y sílaba tenía un sello particular e inolvidable para quién lo escuchaba por primera vez. Y fue esa voz de síncope la que popularizó una melodía que todavía suelo escuchar por el gusto de mis padres: virgen de media noche. De pequeño, por la candidez que representan los diez años de edad, pensaba que el señor de voz entrecortada interpretaba una súplica a una virgen montada en su nicho, con su veladora encendida y su séquito de querubines asexuados. Caí en cuenta, cerca de cinco años después, que en realidad la súplica era dirigida a una prostituta de arrabal.

La canonización por primera vez, en el espectro intelectual de un adolescente de barrio, dejó de ser patrimonio exclusivo de las autoridades púrpuras del Vaticano. La canonización ahora tocaba las partes más “inmundas” de lo laico y sin querer el niño al que su abuela le tapaba los ojos cada que pasaba junto a las putas de La Meche (La Merced) repetía el canto desacralizante de la virginidad por un lado y canonizador de lo más profano por el otro. No estaba yo encontrando (ni Pedro Galindo, compositor hidalguense autor de la canción) el hilo negro. Ya los tangos hablaban en voz del intérprete, no con poco machismo, de las mujeres como todas unas putas, menos su madre porque ella era una santa. Por supuesto que esta nueva nomenclatura de la mujer de arrabal no daba más lugar a la mujer que la de mero receptáculo u objeto de culto, una objetivación sacra del deseo y el azote.

martes, 18 de agosto de 2009

La escatología de la memoria y las bombas de papel.

Leonardo Iván Martínez.

El incendio de Alejandría. Reseña
Ediciones B, México, 2005.

La destrucción de las bibliotecas tiene una larga historia. Desde la utilización de las tablillas de arcilla como ladrillos en la antigüedad hasta los bombardeos de bibliotecas y museos en la vieja Persia (hoy Irak) por las tropas norteamericanas de ocupación, la desaparición física de la memoria histórica y artística ha sido el modus operandi de la intolerancia. Más que el fuego, lo que ha reducido a cenizas a los más importantes aportes científicos y humanísticos de la edad antigua y moderna es el dogma, pues es ésta la mano que empuja a los hombres a destruir lo que no entra en sus patrones de racionalidad, una destrucción de la memoria, de los testimonios del pasado como lo hizo en su momento Diego de Landa con la desaparición de los códices mayas.
En el caso del incendio de la Biblioteca de Alejandría Jean Pierre Luminet recompone, o elabora narrativamente las emotivas e históricas condiciones que seguramente sus guardianes encontraron ante la ocupación árabe de la ciudad egipcia y la amenaza de destrucción de sus acervos. La novela tiene como personajes centrales los escritos que durante casi un milenio se resguardaron en la edificación ideada por el primero de los Ptolomeos después de la muerte de Alejandro Magno. Luminet encuentra en la historia del incendio de la Biblioteca egipcia una gran excusa para hacer un recorrido por la historia de las ideas.
El guardián de la biblioteca, acompañado de su sobrina y un joven geómetra tratan de convencer al general musulmán que sitia la ciudad de Alejandría para que se oponga a las órdenes que le envía el califa Omar que consiste en la destrucción del recinto. Durante largas noches los tres últimos guardianes toman la palabra y se convierten en los narradores de las historias que rodean el cúmulo de material escrito que está a punto de reducirse a cenizas. Vemos desfilar la historia de la Biblia de los Setenta, las disputas al interior del Sanedrín por conservar fiel la interpretación de su libro sagrado y las mañas con que el primero de los Ptolomeos adquiría los originales de todo escrito que arribaba al puerto de Alejandría para engordar la colección más grande de la historia con sus ejércitos de escribas y copistas.
Ciencia versus dogma es otra constante en El incendio de Alejandría. Desde Euclides y Aristarco de Samos hasta Nicolás Copérnico, los científicos desfilan a lo largo de la novela. Pasan explicando sus teorías a reyes con la espada desenvainada para ser acusados de infieles y amenazantes al orden establecido, y finalmente sometidos al destierro, al silencio o la muerte.
Los narradores y guardianes de la biblioteca de Alejandría asumen, en la trama de la novela, una tarea didáctica: develar los aportes del Occidente ante el representante y vocero del Oriente, amenazador de su racionalidad. El general Amr, antiguo comerciante beduino, es incapaz de comprender la grandeza que tiene ante sus ojos, y la causa de ello se encuentra en que para él no había nada más que buscar después de haberse escrito el Corán: receptáculo de todo lo habido y por haber; lo nuevo y lo viejo y por ende no existía razón alguna para conservar algo que sólo reiteraba lo que ya estaba escrito en el libro del profeta Mahoma.
El libro de Luminet es, además de una apología a la conservación de los libros, una defensa a los intelectuales y científicos (Aristarco de Samos, Séneca o Arquímedes) que han sido sometidos a los intereses pragmáticos del Príncipe: el mismo Ptolomeo, Calígula, Cleopatra o Nerón. El fantasma de una crítica a la relación entre el estado (o el gobernante) y su papel como mecenas de las artes y la ciencia y la pregunta de hasta cuándo su papel deja de ser el de un protector para convertirse en el perseguidor y en muchos casos en verdugo, se cuela en las páginas de la novela. No deja de ser una toma de posición ante los nexos entre ciencia, arte y poder.
En el fondo la novela de Jean Pierre Luminet traza las líneas de la coexistencia entre las civilizaciones y su manera de apropiarse de sus racionalidades. El fuego y la intolerancia como los autores intelectuales, si así se les puede llamar, de la reducción a cenizas de muchos escritos no conocidos y que sólo se sabe de ellos por referencias de terceros. Fernando Báez en el libro Historia Universal de la destrucción de libros (Ediciones Destino, Barcelona. 2005) nos recuerda el pasaje de la defensa republicana de Madrid en que Miguel Hernández llevaba en una carretilla a Vicente Aleixandre a rescatar lo que quedaba de su biblioteca, bombardeada por las tropas fascistas y nos reitera que las bombas franquistas, la cimitarra árabe, la espada del apóstol Santiago y la suástica nazi, en general toda expresión de intolerancia y censura, son los verdaderos enemigos de los libros.