martes, 18 de agosto de 2009

La escatología de la memoria y las bombas de papel.

Leonardo Iván Martínez.

El incendio de Alejandría. Reseña
Ediciones B, México, 2005.

La destrucción de las bibliotecas tiene una larga historia. Desde la utilización de las tablillas de arcilla como ladrillos en la antigüedad hasta los bombardeos de bibliotecas y museos en la vieja Persia (hoy Irak) por las tropas norteamericanas de ocupación, la desaparición física de la memoria histórica y artística ha sido el modus operandi de la intolerancia. Más que el fuego, lo que ha reducido a cenizas a los más importantes aportes científicos y humanísticos de la edad antigua y moderna es el dogma, pues es ésta la mano que empuja a los hombres a destruir lo que no entra en sus patrones de racionalidad, una destrucción de la memoria, de los testimonios del pasado como lo hizo en su momento Diego de Landa con la desaparición de los códices mayas.
En el caso del incendio de la Biblioteca de Alejandría Jean Pierre Luminet recompone, o elabora narrativamente las emotivas e históricas condiciones que seguramente sus guardianes encontraron ante la ocupación árabe de la ciudad egipcia y la amenaza de destrucción de sus acervos. La novela tiene como personajes centrales los escritos que durante casi un milenio se resguardaron en la edificación ideada por el primero de los Ptolomeos después de la muerte de Alejandro Magno. Luminet encuentra en la historia del incendio de la Biblioteca egipcia una gran excusa para hacer un recorrido por la historia de las ideas.
El guardián de la biblioteca, acompañado de su sobrina y un joven geómetra tratan de convencer al general musulmán que sitia la ciudad de Alejandría para que se oponga a las órdenes que le envía el califa Omar que consiste en la destrucción del recinto. Durante largas noches los tres últimos guardianes toman la palabra y se convierten en los narradores de las historias que rodean el cúmulo de material escrito que está a punto de reducirse a cenizas. Vemos desfilar la historia de la Biblia de los Setenta, las disputas al interior del Sanedrín por conservar fiel la interpretación de su libro sagrado y las mañas con que el primero de los Ptolomeos adquiría los originales de todo escrito que arribaba al puerto de Alejandría para engordar la colección más grande de la historia con sus ejércitos de escribas y copistas.
Ciencia versus dogma es otra constante en El incendio de Alejandría. Desde Euclides y Aristarco de Samos hasta Nicolás Copérnico, los científicos desfilan a lo largo de la novela. Pasan explicando sus teorías a reyes con la espada desenvainada para ser acusados de infieles y amenazantes al orden establecido, y finalmente sometidos al destierro, al silencio o la muerte.
Los narradores y guardianes de la biblioteca de Alejandría asumen, en la trama de la novela, una tarea didáctica: develar los aportes del Occidente ante el representante y vocero del Oriente, amenazador de su racionalidad. El general Amr, antiguo comerciante beduino, es incapaz de comprender la grandeza que tiene ante sus ojos, y la causa de ello se encuentra en que para él no había nada más que buscar después de haberse escrito el Corán: receptáculo de todo lo habido y por haber; lo nuevo y lo viejo y por ende no existía razón alguna para conservar algo que sólo reiteraba lo que ya estaba escrito en el libro del profeta Mahoma.
El libro de Luminet es, además de una apología a la conservación de los libros, una defensa a los intelectuales y científicos (Aristarco de Samos, Séneca o Arquímedes) que han sido sometidos a los intereses pragmáticos del Príncipe: el mismo Ptolomeo, Calígula, Cleopatra o Nerón. El fantasma de una crítica a la relación entre el estado (o el gobernante) y su papel como mecenas de las artes y la ciencia y la pregunta de hasta cuándo su papel deja de ser el de un protector para convertirse en el perseguidor y en muchos casos en verdugo, se cuela en las páginas de la novela. No deja de ser una toma de posición ante los nexos entre ciencia, arte y poder.
En el fondo la novela de Jean Pierre Luminet traza las líneas de la coexistencia entre las civilizaciones y su manera de apropiarse de sus racionalidades. El fuego y la intolerancia como los autores intelectuales, si así se les puede llamar, de la reducción a cenizas de muchos escritos no conocidos y que sólo se sabe de ellos por referencias de terceros. Fernando Báez en el libro Historia Universal de la destrucción de libros (Ediciones Destino, Barcelona. 2005) nos recuerda el pasaje de la defensa republicana de Madrid en que Miguel Hernández llevaba en una carretilla a Vicente Aleixandre a rescatar lo que quedaba de su biblioteca, bombardeada por las tropas fascistas y nos reitera que las bombas franquistas, la cimitarra árabe, la espada del apóstol Santiago y la suástica nazi, en general toda expresión de intolerancia y censura, son los verdaderos enemigos de los libros.

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